martes, 6 de noviembre de 2012

"En el medio de la tortura, la fuerza me la dieron mis muertos”


 04.11.2012 | ENTREVISTA AL MÚSICO MIGUEL ÁNGEL ESTRELLA, EMBAJADOR ARGENTINO ANTE LA UNESCO




Miguel Angel Estrella. Se hizo pasar por el "Dr. Negrete" en el estudio de Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde para defender presos políticos hasta 1976, cuando ni siquiera ser uno de los mejores pianistas del mundo lo salvó de que el Plan Cóndor lo secuestrara en su exilio uruguayo. Estuvo preso tres años. El próximo 10 de diciembre, su fundación Música Esperanza cumple treinta años.

Por Daniel Enzetti



 Qué mierda tiene que escuchar Beethoven la negrada? Vos sos un traidor a tu clase", le escupía en la cara el coronel uruguayo José Nino Gavazzo. El genocida no soportaba que un tipo pudiera presentarse en el Carnegie Hall con su piano, y a la semana siguiente tocara en una villa miseria o en la Quebrada de Humahuaca para las comunidades indígenas. Y Miguel Ángel Estrella, picaneado en un chupadero de Montevideo, sonreía debajo de la capucha. Las sesiones de los milicos orientales, que lo habían secuestrado en 1976 en un operativo conjunto del Plan Cóndor, incluían patadas en la cabeza y simulacros con sierra eléctrica de cortarle las manos. "Te va a pasar lo mismo que le hicimos a Víctor Jara en Chile." Con el correr de las descargas, aprendió una técnica que a los verdugos los dejaba como imbéciles: gritaba desesperado en los lugares donde menos le dolía, para que le siguieran dando ahí. Y los imbéciles caían. Nunca vio nada, pero su oreja de músico pudo identificar hasta 22 timbres de voz distintos de torturados argentinos, entre los que estuvo Jaime Dri, sobreviviente de la ESMA.
"Me dieron fuerza mis muertos", cuenta a Tiempo Argentino. Porque el Chango, como le decía Néstor Kirchner cuando lo trataba de convencer para que aceptara ser embajador cultural en la Unesco, jura que en el medio del dolor físico, en un oído su mujer Marta le decía que no estaba solo. Y en el otro, su maestra Nadia Boulanger le pedía que aguantara. Lo soltaron a los casi tres años, después de una campaña internacional donde intervino desde Yehudi Menuhin hasta la reina de Inglaterra.
Hace poco volvió a tocar en el penal de Libertad, uno de los lugares de reclusión uruguayos, y un compañero de cautiverio le preguntó qué le diría a Gavazzo si lo tuviera enfrente. "Que se equivocó. Como insistía mi vieja, con sabiduría santiagueña: 'Hijos, no acumulen herrumbre en el alma, todo eso conspira contra la felicidad'".
Acaba de presentar una ponencia en el Tribunal Russell, sobre los aportes de la Ley de Medios argentina en la democratización de la palabra. Y se prepara para el treinta aniversario de su fundación Música Esperanza, creada en diciembre de 1982.
"Mi viejo era socialista –recuerda–, y mi vieja, una librepensadora de izquierda que venía de familia yrigoyenista. Clase media baja, pocos recursos, inteligentes y de una generosidad extraordinaria. Sin embargo, en casa se respiraba un antiperonismo fuerte, a pesar de todo lo que el movimiento nos había beneficiado. Yo estaba enamorado de Evita desde muy pendejo, me escapaba para escuchar sus discursos en la radio de los vecinos. Y nunca me voy a olvidar de la reacción de papá cuando anunciaron su muerte: dejó de amasar pan, se le cayó una lágrima, y susurró: 'Era una gran muchacha.' Vivíamos en una casona tucumana enorme, visitada por artistas de todas partes: Pablo Neruda, Nicolás Guillén, el titiritero Javier Villafañe y su mujer Elba, gran pintora. Javier y el viejo organizaban viajes por el interior de la provincia, y hacían funciones de títeres en pueblitos perdidos. Me habían regalado un pianito para Reyes, y yo le ponía música a las actuaciones. Me salía piel de gallina cuando veía a los críos revolcarse de risa.
–Muchos dicen que era imposible conocer personalmente a Perón y no hacerse peronista inmediatamente después. ¿Te pasó?
–Claro que me pasó. Al peronismo lo descubrí en los sesenta, cursando una beca en Europa del Fondo Nacional de las Artes. Perón quiso entrevistar a jóvenes argentinos que estaban estudiando, y ahí empezó todo. Ni bien empezó la charla cuestionamos a la derecha, a la burocracia sindical, y en eso, nos mira y nos dice (imita a Perón): "¡Muchachos, ustedes son todos hijos de Evita!". El tipo, con ternura que era firmeza a la vez, y con un tremendo carisma, nos metió en el bolsillo. Dijo que estábamos en el país de Descartes, que éramos de izquierda y que eso estaba bien, porque el mundo iba para ese lado. Y nos habló de Carlos Mugica. "Nació en cuna de oro, pero vive en la Villa 31 con los pibes, ese sí es un verdadero peronista."
–Todavía no militabas.
–No, pero arranqué cuando volví a la Argentina. La persona clave que me ayudó fue Mario Hernández, un joven abogado casado con una íntima amiga de Marta, mi mujer. Mario, que está desaparecido y al que todavía extraño, era del grupo de Rodolfo Ortega Peña, Eduardo Luis Duhalde y Rodolfo Mattarollo, y entré a trabajar con ellos en la atención a los presos políticos. A mi mujer le decían "Negrita", y ni bien llegué, me rebautizaron con otro nombre por seguridad. "A ver, Negrita, ¿cómo le ponemos a tu compañero? Doctor Negrete. Vos vas a ser el Dr. Negrete." Juntaba plata para pagar los viajes de los abogados al interior, y de las familias de los compañeros presos. Entre otras cosas me tocó vivir la Masacre de Trelew. Me acuerdo de una alumna, que tomó aquel avión de Austral con Carlitos Goldemberg. La parejita llevaba un moisés con un "bebé" hermoso que pasó el control sin problemas. En realidad, llevaban una "metra" (se ríe).
–Tu detención ilegal en Uruguay fue parte de un Plan Cóndor del que en esos momentos no se sabían muchos detalles. Además, ya eras un músico reconocido, y las dictaduras evitaban apuntar a figuras que pudieran provocar escándalo mundial. ¿Esas cosas hicieron que bajaras la guardia, que te confiaras demasiado?
–Tenía el defecto de muchos: nos creíamos intocables por ser conocidos internacionalmente. Me habían llegado referencias de los acuerdos entre Chile, Argentina, Brasil y Uruguay para reprimir, pero no imaginaba la dimensión del Plan Cóndor. Es como te digo, me sentí intocable, y me equivoqué de cabo a rabo. Pero volviendo a si bajé la guardia, antes de Uruguay tuve un alerta. Había terminado una gira de conciertos europeos, y en el aeropuerto de Madrid, mientras esperaba el avión de regreso, asistí a una comida que le organizaban a un agregado cultural muy amigo, melómano, de apellido Recondo. Yo estaba hablando con un corista jujeño sobre Carlos Guastavino y el repertorio nacional, y de repente viene Recondo, pálido: "El coronel Ramírez quiere verte." Era el jefe de Policía de Santa Fe, que estaba en una mesa con el brigadier Jorge Anaya esperando el mismo avión. Ramírez me había hecho la corte, quería que hiciera un dúo con su mujer, pianista. Me decía que con sus relaciones teníamos aseguradas actuaciones por todo el mundo y mucha guita. "Ni en pedo hablo con un lopezrreguista que ahora es amigo de Videla", le contesté a Recondo, y seguí hablando de música. Al rato, vuelve: "Ramírez dice que es una orden." Me cansé, fui a la mesa y le pregunté qué quería. Me prepoteó: "¿Vos te estás escondiendo? Che, decime qué vas a hacer cuando llegues a Argentina." Y le contesté: "Bueno, ahora te dejo todo anotado, así me vas a buscar con tus bandas de parapoliciales."
–No volviste.
–No. Porque además tuve otra señal. Hablé con mi cuñada, que me cuidaba a los chicos, y como al pasar me dice "Miguel, no vengas, hace mucho calor." Soy tucumano, ¿qué me importaba el calor? Había algo raro. Pero caí cuando me largó otra frase: "Cuto no está más." Cuto era un compañero montonero al que le decíamos Cuchillo, que vivía en casa. Lo habían secuestrado días antes. Ahí cambié el vuelo.
–¿Y tus hijos?
–Era un tremendo despelote. Hablé con un amigo, embajador brasileño en Montevideo, para que me ayudara con los papeles e hiciera que los chicos viajaran solos. Me llegaban invitaciones de México y Canadá, pero por una cuestión de cercanía, nos decidimos por Uruguay. Hasta pude irme a Panamá. Un día me llama Gerardo Vallejo, compañero de secundaria, que colaboraba mucho con Omar Torrijos. "El general te conoce, se liberó la cátedra de Piano Superior en el Conservatorio Nacional y quiere que trabajes conmigo. La idea es repetir lo que hacíamos en Tucumán, inserción social a través del arte." Marta había muerto muy joven, mi hija le decía "mamá" a mi cuñada, y Uruguay estaba cerca. Traté de convencer a los pibes de ir a otro lado, pero no hubo caso.
–¿Cómo era la vida en Montevideo?
–Me las arreglaba bien. Vivía con mis dos hijos y una pareja de compañeros entrerrianos. Estudiaba piano seis horas por día, tenía un grupo de alumnos, y daba algunas cátedras. Me seguían, pero otra vez vuelvo a que no tomábamos conciencia del peligro. Susana era una amiga enfermera. Un día la pararon en la calle y le preguntaron por mí, qué hacía, cuáles eran mis horarios. Mientras estaba tocando en Canadá, apareció en Uruguay un amigo de la adolescencia, Carlos Valladares, comandante montonero. Cuando volví, fue a casa y me propuso una operación extrañísima. Su compañera había tenido un hijo estando detenida en Tucumán. El quería que yo fuera allá, raptara al bebé que tenía la cana, y me lo llevara conmigo para criarlo. Al otro día me dijo que lo olvidara, que entendía que eso era una locura. Me pidió una máquina de escribir y se fue. Los que nos vigilaban vieron eso, porque fue una de las excusas que tuvieron para detenerme.
–El secuestro pareció un montaje de película. Cuesta imaginar un barrio montevideano con la tranquilidad de las 11 de la noche, tomado por cincuenta autos, carros de asalto, móviles sin chapa y francotiradores colgados en los techos vecinos.
–No podíamos creerlo. Es verdad, contamos cincuenta autos, y yo mismo vi a tipos asomados a las terrazas, apuntando con ametralladoras. Ese día habíamos ido a jugar al fútbol a la playa, y un grupo de pibes jóvenes nos siguieron toda la tarde. En lugar de corrernos, se me ocurrió acercarme y pedirles fuego, para verlos de cerca. Se quedaron helados, no se la esperaban. Yo ya tenía todo preparado para volver a la Argentina, ordenar las cosas y trabajar por fin en México y Canadá, y al día siguiente me hacían una despedida en la casa de Raquel Boldorini, la gran pianista uruguaya. Al llegar de la playa, a una de nuestras amigas, Luisana, la secuestraron en la esquina. Mi hija Paula vio todo, y escuchó cuando una vecina, para protegerla, les gritó que era su nieta y que la dejaran tranquila. "Hija de puta, vos sabés bien que no es tu nieta", le dijeron, y cargaron a Luisana en un auto. En medio del caos, mi hijo Javier se descompuso y la llamé a Susana, la enfermera. Cuando llegó me dijo que el barrio estaba rodeado, y que en el baúl tenía una sotana de cura. "Te disfrazo, te visto de mujer, pero tenés que rajarte." Le contesté que estaba loca, y que se fuera porque la mano venía peligrosa. La secuestraron en la esquina. Sonó el teléfono: era Raquel, ofreciéndome pasar a buscarme para el evento. "Raquel, no te puedo explicar ahora, pero si mañana a las 7 no tenés noticias nuestras, inquietate por mí." Antes de que los milicos cortaran las comunicaciones alcancé a llamar al titular de la embajada argentina en Uruguay, Guillermo de la Plaza, pero no pude. Intenté con el embajador brasileño. "Mirá hermano, estoy en una situación de mierda. La casa está rodeada, me van a secuestrar." Al final lo contactó a de la Plaza, que le dijo que yo lo llamara a un número personal. Pero nunca me atendió. Javier lloraba: "Papá, se murió mamá y ahora te van a matar a vos. Yo me quiero morir con vos." Pero en el medio de todo eso, el Negrito tuvo un rapto de lucidez. Escondió plata, y papeles que podían complicar. Y me puso 50 dólares en el bolsillo. Javier salió corriendo, se metió en la casa del vecino, y los tipos entraron. Me vestí como si fuera a un concierto, y les dije que no quería violencia, que era un hombre de paz. Parece que no entendieron, porque me molieron a palos y me encapucharon (sonríe). Estaban desesperados por si me suicidaba: "Hijo de puta, ¿dónde tenés la pastilla?". "Tomá –le contesté a uno–, acá tengo de mentol."
–Hubo un personaje clave en tu cautiverio, que fue el coronel uruguayo José Nino Gavazzo. Alguien que conocías de memoria por tu oído de músico, pero al que nunca viste en ese tiempo.
–Me llevaron a un chupadero, y una de las más sádicas era una mina joven, linda, que me zapateaba la cabeza. Estaba encapuchado, y con esa oreja de músico que decís alcancé a registrar 22 voces argentinas diferentes de compañeros secuestrados. Oía a una mujer a la que estaban picaneando, violando o torturando, y por los gritos de sufrimiento, mi otro yo me decía "esta es contraalto". O "Este es soprano", "aquel es tenor", "el de al lado, barítono".
–¿Era una forma de escaparte del dolor físico?
–Yo creo que sí. Y aprendí técnicas. Cosas que se te ocurren ahí, en medio del infierno. Cuando me picaneaban había lugares muy dolorosos, y otros en que la sensación de molestia era menor. Yo gritaba como un energúmeno en las partes que dolían poco, para que los tipos siguieran dando ahí. Entre las voces de los torturetas, aprendí a individualizar el grito "¡Atención uno!". Era Gavazzo, que me decía: "Turro, ¿te creés que porque te llamás Miguel Angel Estrella alguien mueve un dedo por vos? No tenés a nadie. Dejá de rezar, porque acá, Dios somos nosotros. Se salva el que colabora, y hasta ahora no nos diste ni un solo teléfono." Era Macondo, hermano. Mientras me picaneaban, en una oreja sonaba la voz de mi mujer, hermosa: "Sos miles, mi amor." Y en la otra, la de mi maestra Nadia Boulanger, en francés: "No estás solo. Coraje, hijo." Me hablaban mis muertos.
–También amenazaron con cortarte las manos, como a Víctor Jara... 
–Eso fue en la sesión final, aparecieron con una sierra. "¿No querés colaborar?, bueno, vamos a repetir lo que hicimos en Chile." Es rarísimo lo que les dije: "Ojalá que Dios los perdone por lo que van a hacer. Yo voy a tratar de perdonarlos." Ahí, Gavazzo se puso como loco: "Reverendo hijo de puta, sabemos que sos un tipo de paz, pero sos peor que los guerrilleros. Porque con tu sonrisa y tu piano te metés a la negrada en el bolsillo. Tocás para la negrada, ¿qué mierda tienen que escuchar Beethoven los negros? Eso es para nosotros, vos traicionaste a tu clase." Me decían que no mataban tanto "como los de enfrente", pero tenían "métodos más sofisticados para el sufrimiento". "Te vamos a guardar 18 años y vas a salir hecho una piltrafa. Nunca más tocarás el piano, nunca más vas a tener esa risita que te veo debajo de la capucha, nunca más serás amante de una mujer, nunca más vas a ver a tus hijos." Estaba ahí, tirado en medio de asesinos, pero yo en ese momento sentí que había ganado.
–Antes dijiste que ser reconocido internacionalmente no te salvó del secuestro. Sin embargo, justamente ese reconocimiento hizo que después aparecieras. A pesar de la "fama" te llevaron, pero más tarde, esa "fama" te devolvió.
–Es verdad, porque después de la desaparición se empezó a gestar un movimiento mundial del que, por supuesto, me enteré después. Estuve preso en distintos lugares dos años y medio, pero a los pocos días del asalto a mi casa, dos emisarios brasileños de la Unesco empezaron a averiguar qué se podía hacer. Europa Uno, la radio más escuchada de la Comunidad Económica, pasaba música y hablaba de mí todo el tiempo.
–¿Quién fue Ives Haguenauer?
–(Se queda unos segundos callado) Una persona que movió cielo y tierra cuando me llevaron, y no descansó hasta la liberación. Ives era un industrial de origen judío, secuestrado por los nazis, que se había escapado de varios campos de concentración. Aficionado a la música, padre de un alumno mío, y dueño de la fábrica de pintura más importante de Francia. Fue Boulanger la que me lo presentó, y quedamos amigos para siempre. Al otro día del secuestro, fue a la empresa y le dio la llave a su hermano: "Encargate de todo, yo no vuelvo hasta que Miguel aparezca." Recorrió el mundo, armó comités en Estados Unidos, México, Grecia, España Francia y en varios lugares más. Pero fueron muchos los que me ayudaron. Yehudi Menuhin, Nadia, Henri Dutilleux. Recién dos meses después me "mostraron", ¡gracias a una intervención de la reina de Inglaterra, caete de culo! Menuhin la conocía, y desde el palacio real activaron mucho a la embajada de Inglaterra en Uruguay. El embajador inglés fue la primera persona que pudo verme. 








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