martes, 4 de noviembre de 2014

Jorge Zabalza: Una estaca tupamara


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  • por Hugo Montero
  • Ilustración: Diego Parpaglione


os silencios del Tambero también dicen cosas. No son pausas. Parecen parte del relato. Y ese tono atado a lo popular, a lo entrañable y sencillo de las cicatrices que deja un tiempo de fuego, cautiva a los pibes jóvenes.
Como cuando esa vez se le arrimó un gurí y le dijo, conmovido: “Qué emoción estar con una parte de la historia”. Entonces, otra vez es el silencio el que irrumpe. No es una pausa, es parte del cuento. El Tambero arquea las cejas y evoca en tono confidente: “Me hizo sentir como una momia”.

Si hay que elegir una imagen que defina a Jorge Zabalza hoy, sería la antítesis de este Uruguay que se acomoda detrás de una nueva gestión de Tabaré Vázquez. Si el nuevo-viejo Presidente propone moderación política, continuidad económica, pragmatismo ideológico y tibia retórica; Zabalza irrumpe con las herramientas opuestas: fue revolucionario y lo sigue siendo, es francotirador implacable ante cada injusticia, es inflexible y no renuncia a la perspectiva insureccional, critica un modelo que –después de una década de Frente Amplio en el gobierno– se muestra disciplinado a los parámetros capitalistas: intensificar la política del agronegocio y priorizar la concentración de la tierra en manos transnacionales. Después de todo, no es otra cosa que un tupamaro cimarrón, que poco tiene que ver con sus otros compañeros de armas, que a la hora de las definiciones prefieren seguir la sombra de Tabaré con un discurso que empacha de tanto pragmatismo. Y tampoco está mal señalar que el Tambero, desde su carnicería en el barrio de Santa Catalina, cerca del Cerro, mantuvo en alto las banderas de Sendic y de los compañeros que quedaron por el camino, y decidió hace ya bastantes años, clavar una estaca y no ceder. No negociar. No transar. Basta con repasar su historia personal para comprender por qué la voz del Tambero –y sus silencios– sigue ganando el interés de la gurisada.

La aventura tupamara
Resulta que el hijo mayor de una familia patricia, el heredero del caudillo del pueblo, el pibe que idolatraba a Obdulio Varela, el lector voraz que seguía las epopeyas de los caudillos orientales, un día descubrió que la aventura no terminaba en los campitos de Minas, que la rebeldía no pasaba por dejar atado a un policía contra un palo borracho y que la política iba más allá de la intendencia que ocupaba su padre. Entonces, ya en Montevideo y entre amigos de fierro y romances furtivos, descubrió los misterios de las barricadas, el murmullo de una facultad tomada y el vértigo de las corridas para zafar de la montada.

Así fue arrimando su entusiasmo hasta que se juntó con los anarcos de la FAU, mientras intentaba reparar por carta el vínculo perdido con sus padres, procurando probarles que atrás habían quedado sus tiempos de tiro al aire y que había llegado el momento de madrugar para ir a trabajar. Para 1963, los diarios mencionaban un misterioso grupo llamado “El Coordinador”, que había asaltado el Tiro Suizo de Colonia para llevarse algunas carabinas. Zabalza seguía las noticias que confirmaban que se trataba de los mismos que tiempo atrás habían defendido con armas las ocupaciones de tierras protagonizadas por los cañeros de Bella Unión. Un par de años más tarde, el Movimiento de Liberación Nacional- Tupamaros ya se había transformado en la principal amenaza para el régimen militar, y en un poderoso polo de atracción para los jóvenes rebeldes e inorgánicos, como Zabalza. Pero no, le negaron la entrada a la orga. “Ustedes son demasiado locos”, le dijeron.

Volvería a intentarlo tiempo después, de regreso de su viaje a Cuba y poco después de la caída del Che en Bolivia, y esta vez sí los tupas lo reclutaron.
No les quedaba otra, en realidad: el contacto que facilitó su ingreso era su hermano menor, Ricardo. A partir de entonces, la aventura tupamara consumió su tiempo, curtió su espíritu y lo marcó para siempre. Como el resto de sus compañeros, hizo del ingenio, la astucia y el cuidado en los detalles la materia prima de cada acción propagandística; por eso en poco tiempo los pobres del país empatizaron con aquella guerrilla urbana que ridiculizaba al aparato represivo y defendía una perspectiva revolucionaria desde las sombras. Montevideo era su selva de asfalto, y en cada rincón los tupas siempre encontraban una puerta abierta: vestido de turista, con alpargatas y sombrero de pana, caminaba Raúl Sendic, el prófugo más buscado de todo Uruguay.

En plena temporada veraniega, José Mujica cruzaba la playa ataviado con un short y una camiseta de Peñarol. Los tupas se mimetizaban con facilidad entre la gente porque eran populares en esencia, y con el tiempo fueron construyendo una simbiosis con los sectores más humildes, que los transformaron en una alternativa concreta. Eran capaces de asaltar un banco para financiar la organización, pero también estaban en condiciones operativas de interrumpir la transmisión radial de un partido de Nacional para leer un mensaje que llegó en vivo a todo el país. Los tupas eran el brazo justiciero del pueblo contra la burguesía; los que golpeaban a los poderosos y después se ocultaban en las sombras, los innombrables que pugnaban por una revolución socialista y ensayaban formas de doble poder, los guerrilleros que acumulaban fama fuera de las fronteras orientales y no paraban de crecer. Todo parecía al alcance de la mano para su ingenio operativo, y la realidad iba proponiendo desafíos cada vez mayores. Pero la represión también perfeccionaba sus armas, y extendía sus brazos. En julio de 1969, Zabalza fue detenido. Tres meses más tarde, entre mates y planes de fuga, la radio difundió la noticia: un comando guerrillero había copado la localidad de Pando, a 32 kilómetros de Montevideo. Pese al éxito de la toma, en la retirada una veintena de tupas fueron apresados y tres de ellos, asesinados.

El último de la lista era Ricardo, el hermano de Jorge. El asesinato de Ricardo, de apenas 20 años, fue un estigma que lo acompaña hasta hoy. Quizá todo lo que luchó y resistió desde entonces, en la clandestinidad y en la superficie, en prisión o en libertad, orgánico o disperso, tiene que ver con esa ausencia que lacera, como una herida abierta.

La derrota y la oscuridad 
Quizá se sobredimensionó la potencialidad de una organización joven que era capaz de diseñar la fuga de un centenar de presos (Zabalza entre ellos, claro) del penal de Punta Carretas en 1971, pero que también quemaba etapas de desarrollo y preparación de cuadros que hubieran resultado imprescindibles ante los nuevos desafíos. Tal vez fue ese momento en que se dejaron atrás las acciones de denuncia, que tanta simpatía despertaron en las barriadas, para avanzar hacia el hostigamiento directo contra las fuerzas enemigas, en un mano a mano que los distanció de las masas. Sin duda, la eficacia de la dictadura se perfeccionó, al utilizar la tortura como combustible de su propia Inteligencia, sumando “quebrados” como informantes (particularmente uno, Amodio Pérez) para desmantelar la telaraña solidaria que tantos años había costado urdir. Pero lo cierto es que más allá de la ofensiva represiva (de la que también participaron grupos parapoliciales) que en pocos meses aplastó la estructura del MLN; la realidad es que la soga, tensa pero firme, que mantenía a los tupas atados al resto de la población uruguaya, se fue cortando lentamente. Entonces, ya no alcanzaron las tatuceras ni la protección de los aliados porque el descalabro militar amenazaba con provocar una profunda derrota política.

A la hora de ensayar un balance crítico, Zabalza no duda en señalar 1972 como la fecha clave:
“El pueblo asalariado venía marchando rumbo al momento culminante de su historia… En su marcha fue haciendo crecer política y cuantitativamente la lucha de masas afín con la guerrilla tupamara. En cambio, la dinámica del aparato armado del MLN tomó otro rumbo, divergente y con una velocidad muy superior al ritmo del movimiento popular. Dimos la batalla un año antes de junio de 1973, en la soledad más terrible, ausente el principal protagonista de una insurrección revolucionaria: el pueblo armado y organizado”.

Otra vez en manos de sus verdugos, la dictadura cuidó con particular celo la reclusión de los presos más peligrosos: los dirigentes tupamaros. Para ellos, no alcanzaba con las rejas de un penal, de modo que fueron aislados en aljibes para evitar hasta el más mínimo intento de fuga. Ahora Zabalza, Sendic, Mujica, Huidobro y el resto de la dirección del MLN eran rehenes de la dictadura, trofeo de una guerra que los militares pretendían dar por terminada.



Al menos hasta el retorno de una condicionada democracia, en 1985. En esos años aciagos, en condiciones inhumanas, Zabalza resistió como pudo: armando planes de fuga que se frustraron una y otra vez, comunicándose de modo artesanal con sus compañeros, acumulando odio contra sus carceleros e imaginando una revancha histórica para aquella revolución interrumpida. Después de once años de aislamiento, las condiciones de detención se fueron flexibilizando lentamente y pudieron informarse del clima de fragmentación que se había generado entre los tupas de afuera o los que se habían exiliado. En marzo de 1985, recuperaron la libertad y se enfrenaron a una realidad desconocida.

Afuera, los esperaba otro Uruguay. Pero eso no era todo: ellos tampoco eran los mismos.

La puja y el portazo 
Las mateadas en los barrios dieron inicio a un largo proceso de reinserción que pusieron en práctica los liberados. La ocasión de dialogar directamente con los trabajadores y vecinos, de explicar razones y escuchar reclamos sin intermediarios, permitió que los tupas reconstituyeran el lazo social que la dictadura había cortado y les abrió la puerta para el regreso a la política: ahora en la legalidad y de frente a una democracia que exigía del MLN una adaptación “sin cartas en la manga”, tal como prometía Sendic. Pero ese proceso de discusión no fue para nada sencillo:
la neurosis generada por el encierro había hecho estragos en los ex rehenes, y las polémicas ganaban en virulencia cuando había opiniones encontradas. La interna comenzó a monopolizar la atención de Zabalza.

Se trataba de redefinir la identidad del MLN: continuar con la idea de una estructura políticomilitar que defendiera un horizonte insurreccional, o apostar a construir un partido preparado para la disputa electoral, una fuerza más dispuesta a integrarse a las estructuras del sistema que a romper con él. Y en el medio, a veces por fuera de las decisiones orgánicas y apoyándose en el prestigio personal, Raúl Sendic y sus propuestas solitarias.

En mitad de aquella feroz interna, las posiciones se fueron extremando: de un lado Zabalza, del otro Sendic y sus ideas de un MLN obsoleto, que había cumplido su rol histórico y debía ser superado por un Frente Grande en el que se acordaran cuatro puntos: no pago de la deuda, nacionalización de la banca, reforma agraria y aumento de salarios.
La confrontación pasó de la política a la riña personal, la maniobra conspirativa y hasta algunas trompadas repartidas en el fragor de las discusiones.

Pero un episodio de enorme trascendencia terminó por dividir las aguas definitivamente. En agosto de 1994, una multitud se congregó ante el hospital Filtro para intentar evitar la extradición de tres presuntos integrantes de la banda separatista ETA. Solidarios con los vascos, los dirigentes tupas se posicionaron en la primera línea de confrontación con la policía, pero la represión terminó con dos manifestantes muertos y el Frente Amplio –la fuerza electoral a la que el MLN se había integrado poco antes–, en crisis. La agudización del conflicto terminó por desnudar las opciones de los históricos dirigentes: Mujica y Huidobro afirmaron que era hora de dejar atrás la violencia y se subordinaron al mandato del FA; Zabalza insistía en prepararse con vistas a un brote revolucionario.

 La interna fue empujando al Tambero al margen de las instancias de decisión primero, y cada vez más lejos del MLN después. Poco antes de la muerte de Sendic, el Tambero tuvo tiempo de encontrarse con Raúl, cerveza de por medio, para hablar desde el afecto que los ataba. Pero el final del Bebe en Francia debilitó aún más su posición y profundizó su aislamiento. En 1997 y como edil de Montevideo, le tocó hablar durante la visita del presidente francés Jacques Chirac, quien llegaba al país para anunciar inversiones. El Tambero no dudó: criticó ante los medios a Chirac por las pruebas nucleares en el atolón de Mururoa, exigió la repatriación de los restos de los indios charrúas y protestó por los despidos en la empresa de gas privatizada, en manos de capitales franceses. Para los moderados burócratas del FA, aquello fue demasiado. Tabaré en persona se encargó de presionar hasta lograr la exclusión de Zabalza de la Junta Departamental.

Entonces, le hablaron de grises, de realismos posibles y de adaptaciones necesarias. Le enseñaron la gimnasia de amortiguar, las tentaciones de pertenecer y la necesidad de moderar. Zabalza dio un portazo, se fue del MLN y se mudó al barrio Santa Catalina, un pueblito de pescadores, donde instaló una carnicería. Sus viejos compañeros tupamaros estaban ya en otro camino.

Desde entonces y hasta hoy, participa de nuevos emprendimientos políticos y sociales, críticos de los gobiernos del FA (particularmente de la gestión Mujica), reivindica en cada ocasión a los caídos en combate y sigue consecuente con su propia historia militante. Hoy, desde el barrio y con sus vecinos, sigue mirando el horizonte con ojos tupamaros, mientras afirma a quien quiera escucharlo que ahora es tiempo de esperar. Pero que, además, siempre hay que estar al acecho. Después de todo, como dice el Tambero luego de un largo silencio, los sobrevivientes de la generación del Che “podremos estar jubilados de guerrilleros, pero no de revolucionarios”.

(*) El sábado 8 de noviembre, el Tambero Zabalza participará de la jornada de homenaje a Raúl Sendic, en el auditorio de ATE (Belgrano 2527, CABA), a partir de las 14..



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